Diálogos internos (o la tregua a la que he llegado con Dios)

Según me ha contado mi madre en repetidas ocasiones, yo vengo de familia de monjas y, por supuesto, fui criado en la fe católica apostólica romana. Fui programado para creer, al igual que los paganos a los que Constantino les plantó una cruz en lugar de sus antiguos ídolos (aunque ellos seguían rezándole en su mente a la misma deidad pagana). Y claro, cuando eres niño, eres una esponja que lo absorbe todo. Máxime si te lo venden como un cuento fantástico que tenía a la industria del celuloide detrás para magnificar los relatos. De crío me encantaba escuchar historias como las de Sansón, cuya fuerza radicaba en su cabello, o el Rey Salomón, al que no le temblaba la ceja al pedir que partieran a un bebé por la mitad.

Sin embargo, con la adolescencia y el despertar al mundo real, esa efervescencia se va entibiando como fruto del cuestionamiento que uno mismo se hace frente a tantos males e injusticias que pueblan la tierra. Entonces es cuando viene la irremediable pregunta que tarde o temprano todo el que conoce de la idea de Dios se hace: ¿por qué permite Dios estas cosas? Para la cual, existe esta otra respuesta manida de la Iglesia: “los caminos de Dios son inescrutables”. Como diciendo que todo forma parte del plan de Dios y que nosotros como seres finitos no podemos comprenderlo porque escapa a nuestra consciencia. Como cuando se desborda una copa de cava y el líquido cae en cascada por los bordes.

Bueno, de acuerdo. Pero muchas de estas cosas las provoca el hombre, ¿por qué permite Dios que se perpetren tales infamias entre hermanos? La Iglesia responde: “libre albedrío”. Dios le otorgó al ser humano el raciocinio y la capacidad para decidir, sin interferir en sus asuntos. De hecho, según la Biblia, la última vez que se metió para castigar al hombre se le fue la mano y provocó el diluvio universal. Desde entonces, el arco iris del cielo simboliza el pacto de no intromisión de nuestro Padre en nuestro mundo. ¡Toda la vida pensando que se trataba del clásico fenómeno óptico provocado por un haz de luz que atraviesa la película del agua, formando así el característico prisma de siete colores, y resulta que es la firma de Dios! Por cierto, siete es un número muy bíblico.

Entendido. Dios no tiene permitido interferir en los acontecimientos de nuestras vidas. Pero, ¿qué ocurre con las enfermedades?, ¿o las catástrofes naturales que arrasan pueblos enteros? ¿No debería Dios impedir ese tipo de magnoeventos que nos superan como si fuéramos hormigas a la merced de los elementos? De nuevo, la Iglesia: “Dios nos envía situaciones difíciles porque es precisamente en estos malos tragos cuando solemos acordarnos de él.”

Aunque retorcida, no le falta razón a esta respuesta. Obviamente, no me estoy centrando en la idea de que un ser divino te quiera “putear” hasta la saciedad para ponerte a prueba —aunque bueno, un tal Jacob del antiguo Testamento…—, sino en la dependencia del ser humano de acudir a Dios cada vez que se ve superado por un malestar.

Entre esa clase concreta de seres humanos me encuentro yo. Al final, como consecuencia de mi infancia católica, sumada a mi predisposición a creer en que hay algo más allá de las cosas que vemos —materializado en la figura de un ser superior—, no he podido desprenderme de mi hábito de rezar todas las noches como un diálogo interior con esta supuesta deidad, en caso de que alguien me esté escuchando. Una especie de “por si acaso” basado, eso sí, en el convencimiento cristalizado de que, en caso de existir Dios, no puedo ser tan prepotente de pensar que es exactamente como me ha enseñado la fe en la que me he criado, ya que existen otras confesiones mayoritarias —con muchos nexos de unión con la nuestra— que tienen las mismas posibilidades de acertar. O a lo mejor todas se equivocan y Dios es una entidad femenina que aboga por el cultivo del intelecto y por estar en contacto con la naturaleza, en contra de las enseñanzas sectarias y ancladas en el medievo de las instituciones eclesiásticas.

En cualquier caso, en estos diálogos siempre encontré una especie de fortaleza en momentos de trance, cuando lo único que puedes hacer es esperar. La idea de poder pasar a otro tu carga es, en parte, liberadora. Como un niño que le pide ayuda a su papá para que le tranquilice y le eche una mano para salir del atolladero. Pues lo mismo.

Por supuesto no todo eran peticiones, también había agradecimientos por todas las cosas positivas o que habían salido bien en mi vida. Y así funcionaba mi mente: yo era el protagonista de mi historia, y el “prota” nunca puede acabar mal. Por muy negras que se pongan las cosas, siempre hay algo —una intervención divina— que lo salva, aunque sea en el último momento.

Hasta que un desengaño, provocado por los avatares que ya os he relatado en anteriores posts, donde os contaba cómo había modificado los cimientos sobre los que asentaba mi vida, me instaló en una época de desidia en la que sufrí una revelación: es cierto que yo era el protagonista de mi propia historia; y el de al lado, de la suya; y aquel, de la suya también. En definitiva, me salí de ese “yoísmo” que nos hace pensar “¿por qué a mí, Señor?” para comprender que en el mundo cada día pasa de todo y no pasa nada por ello. Mientras cientos de personas están huyendo de un país en guerra, en otro la gente asiste cómodamente al estreno de su película favorita y es todo un acontecimiento festivo. El del quinto vive apaciblemente su vida, mientras que el del tercero está desvelado porque no puede hacer frente a las deudas y teme por el desahucio. Y la vida sigue.

En ese momento, yo me encontraba buscando trabajo y pensaba “¡madre mía, si no me sale bien esta jugada —dejé mi empleo estable atrás para cambiar de sector— puedo verme muy mal! Y yo sé que valgo y que puedo ser un buen trabajador, ¡Dios mío, échame una mano y dame una oportunidad!” Es la típica oración que se pronuncia cuando uno toca fondo antes de que se produzca el tan deseado giro de la situación que haga que todo se encarrile. Ese es el egocentrismo al que me refería hace unas líneas: la sensación de legitimidad de que Dios está ahí para impedir que caigas. Pero, entonces, ¿qué pasaba con todos los que se encontraban en la misma situación y también estaban parados? ¿Por qué Dios, entre tantos como yo e incluso con peores problemas en la vida, tendría que fijarse en mi plegaria?

Y entonces lo extrapolé: ¿por qué yo he tenido la suerte de nacer en un país rico donde no me falta de nada y otros se están muriendo de hambre en África o, qué diantres, aquí mismo en España? ¿Por qué yo tengo la suerte de vivir mi condición sexual abiertamente sin discriminaciones profesionales o personales y otros son perseguidos y asesinados por ello?

En ese momento comprendí que darle las gracias a Dios por las cosas buenas en mi vida, por mi vida en sí, era como decir “gracias Dios por ponerme a mí en el bando de los aventajados y vivir en estas buenas condiciones”, y me pareció una idea horrible con la que no podía lidiar. Creo que dar las gracias a la vida por sus dones —la salud, tener un alimento que llevarte a la boca, disfrutar de tus seres queridos, las pequeñas comodidades del día a día— es una actitud muy sana, pero después de esta epifanía aprendí que lo mejor es disociarlo de la idea de Dios. Es decir, doy gracias porque soy afortunado e intento construir un mundo mejor en lo que se refiere a mi alcance. Siendo amable con los que me rodean, generoso con mi tiempo, paciente ante los imprevistos, en definitiva, viviendo en armonía. Pero es un gracias aséptico, sin más, desprendido del sentimiento religioso. Porque lo contrario sería admitir que Dios lo quiere así. Y si el día de mañana acabo en la indigencia o me sobreviene un cáncer o sabe Dios (nunca mejor dicho) sería hipotéticamente porque él lo ha decidido de ese modo. Y ese planteamiento es demoledor para cualquier fe.

Contra todo pronóstico, sigo rezando. Y os diré que, en mi caso, después de esa oración yo sí tuve mi curva de recuperación y ahora mismo me encuentro en una situación por la que debo esta agradecido. Pero sigo preguntándome, “Dios mío, ¿por qué yo he tenido la suerte de encontrar una vez más la manera de encauzar mi vida y otros por mucho que lo intentan no encuentran la forma?” Reconozco que hay mucho de esfuerzo y de sacrificio en mí que ha decantado la balanza a mi favor, pero ¿cuántas personas trabajadoras no dan con jefes buenos que valoren su tesón?, o ¿cuántos otros tienen un talento maravilloso que nunca verá la luz porque no encontraron su hueco para demostrarlo?

¿Quién decide los que consiguen llegar a la autorrealización y los que no? ¿Quién decide en qué lugar del tablero de la vida te toca jugar? Desafortunadamente Dios no me responde —ya sabéis, no puede interferir— así que, ante la falta de respuesta, prefiero no pensar en ello. Es una tregua que me he planteado para continuar con la relación. Cuando hablo con él en mis diálogos nocturnos me dirijo como dos amigos que se encuentran para tomar algo y pasan por alto una rencilla que está ahí pendiente y que algún día, espero, se resolverá.

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