Juzgado (o cómo lo académico nos fastidia lo profesional)

Si ser estudiante fuera un trabajo remunerado, es decir, un oficio, a mí me tendrían que pagar una barbaridad tan sólo por la cantidad de experiencia acumulada y los éxitos obtenidos, claro está. Porque llevo toda la puñetera vida estudiando y todavía no he parado.

Cuando terminé la carrera de ingeniero, mientras trabajaba, me enrolé en un máster de riesgos laborales a distancia. Por aquello de que nunca está de más en el currículo. Por lo mismo, decidí desempolvar el inglés, que buena falta me hacía, y al año siguiente me apunté a un curso del Centro de idiomas —también— a distancia. ¿Quién ha dicho que el trabajo es óbice para estudiar? Eso sí, me costó lo mío acudir cada viernes a clase de siete a nueve, sobre todo en mayo, con ese clima tan bueno en la calle llamándome para disfrutar despreocupadamente de los últimos rayos de luz.

Después vino el cambio de tercio —la revelación que sacudió los cimientos de mi vida— y fue cuando me apunté a periodismo semipresencial u online. Que, en la cola de la prematriculación, junto a los pipiolos de dieciocho años me sentía un yayo, y eso que apenas tenía veinticinco. Por cierto, la cursé en la Universidad Rey Juan Carlos, llena de polémicas por los casos irregulares de másters de políticos. Pero he de decir que, la gente a pie, como mi menda, tuvimos que sacarnos nuestra titulación sin prebendas ni chollos. Sin ir más lejos, en primer curso recuerdo que me perdí el bautizo de Rocío, la hija mayor de mi prima, que se celebraba en un pueblo de Cáceres, por recuperar una asignatura un sábado a la una del mediodía. ¡Qué calor en pleno mes de junio! ¡Y vaya horas para un examen! Y la “jachonda” de la profesora, al indicarle mi infortunio semanas antes para ver si podía cambiarlo, me dijo que la fecha era inamovible porque descabalaba el calendario. El día señalado descubriría que la muy… afortunada le pidió a una profesora suplente cuidar del examen mientras ella acudía a una boda en Palma de Mallorca. Yo no podía pedirle a un estudiante suplente hacer el examen por mí, así que me conformé con ver la foto del recordatorio de mi sobrinita. Por lo menos el sacrificio mereció la pena, ya que aprobé la asignatura —la “hueso” de la carrera— y pasé limpio a segundo.

Al terminar periodismo, hubo un impasse en el que en mi trabajo me ofrecieron sacarme la certificación PMP —para profesionales que gestionan proyectos— que otorga el instituto estadounidense PMI —no amigos, no son los zumos, dejaros de la bromita fácil— y que se trata de una forma de trabajar que está muy en boga últimamente a nivel internacional. La pega era que para obtenerla había que superar un examen complicado de narices, lo cual, me llevó a enclaustrarme otros tantos meses empollando ese bodrio sin siquiera saber si lo aplicaría en mi vida profesional. Pero una vez más, por si acaso, y porque la empresa me pagaba el curso —que valía una pasta—, acepté. Y como Julio César, “Veni, vidi, vici”. Eso sí, creo recordar que fue —con diferencia— uno de los exámenes más coñazo que recordaré en toda mi vida. No es normal que la sensación de aburrimiento supere el miedo a suspender, ¿o sí?… No me miréis así, como ratón de biblioteca que he sido toda mi vida, para mí esta sensación era desconocida.

Y, finalmente, en vista de que el periodismo no terminaba de cuajar, decidí —como último recurso— reciclarme sobre lo reciclado y cursar un máster de marketing digital y comercio electrónico. El dichoso máster lo terminé hace un par de semanas y justamente su final es la excusa que da pie al post de hoy.

Después de un curso bastante agradable dentro de lo que cabe —mis capacidades para estudiar ya no son lo que eran, pero el hecho de que todos los contenidos vayan en la misma línea ayuda bastante—, tan solo me quedaba defender el Trabajo de Fin de Máster. El documento lo había presentado semanas antes y ahora se trataba de exponerlo frente al Tribunal Universitario. Sobra decir, que, con dos carreras sobre los hombros, no me pillaba de nuevas verme la cara con tan ilustre institución, ya que se trataba de la tercera vez que me plantaba delante de un tribunal. No obstante, siempre están esos nervios residuales de fondo que siente cualquiera que desea que todo marche bien y que le importa lo que hace.

En esta ocasión, al tratarse de una Universidad por Internet —a distancia, ¿qué sorpresa, no?—, la defensa tenía lugar en unos de sus centros asociados, pero como la sede no se encontraba en Madrid, la exposición se hizo mediante videoconferencia. A través de un plasma, tenía ante mí un mosaico formado por una ventana principal donde se veían mis diapositivas, y al lado, tres ventanitas con cada uno de los miembros del tribunal. Dos profesoras —una de ellas invitada— y el presidente. El rictus severo de una de ellas, bueno, ambas parecían bastante secas, fue un signo premonitorio de lo que vendría a continuación. En cualquier caso, comencé con mis veinte minutos de exposición.

Creo que no lo hice mal. Expuse lo que quería transmitir y mis ideas y conclusiones quedaron plasmadas en mi discurso. Aparte, creo que la presentación me quedó muy visual, lo cual, hacía mas ameno seguirme. De hecho, mi directora de trabajo me dijo que era de las mejores que había visto. Sin embargo, lo que brotó de labios de la primera profesora no fue para nada un elogio.

Los quince minutos aproximados de valoración por parte de los tres miembros del jurado fueron uno de los ratos más agridulces —y de paso incómodos— que recordaré en mi vida de estudiante. Y mira que en este punto ya había vivido lo mío. Pero las críticas, incomprensibles, sumadas al hecho de no poder replicar hasta que hubieran terminado los tres, hizo que el proceso fuera más asfixiante, por decirlo así.

Una cosa es que no les hubiera gustado mi trabajo que, para más señas, era un plan de marketing. Y otra muy distinta que empezaran con “chorradillas” de formato, organización de ideas e, incluso, de acusarme con no haber cumplido con las normas de entrega de la Universidad. ¿No se daban cuenta de que mi directora no me hubiera dejado entregarlo si fuera como ellos decían? Y a partir de aquí vino una retahíla de contradicciones del tipo “no están claros los objetivos” pero “las tácticas están muy bien desarrolladas”. Y la incoherencia mayor, la conclusión final: “quédate con la parte profesional, nos has demostrado por la forma tan vehemente con que has defendido tu trabajo que sabes de lo que hablas y, nos gustaría que pusieras en práctica este plan de marketing porque, aunque es un poco ambicioso, pensamos que es realista”. Pues el plan ambicioso, aunque realista, se llevó una calificación de 6,3, es decir, un “está bien, chavalote”.

No os voy a mentir. Esperaba algo más. Teniendo en cuenta mi trayectoria en el máster, donde he presentado trabajos con el mismo criterio y había sido calificado con notables y sobresalientes, confiaba en arañar un “ochete”. Pero me había encontrado con este revés y, francamente, no estaba ni en la misma sala para revisar que versión del trabajo tenían en sus manos —no creo que ese fuera el problema—, así que acepté con resignación mi nota y salí de allí con el propósito de cerrar una etapa y descansar por fin de mi vida de estudiante.

Pero sí, he de reconocer que me escoció. Sobre todo, la parte en que me estaban reprendiendo como si hubiera hecho las cosas mal y pronto. Incluso noté un poco de condescendencia. Como un niñato que no tienen ningún tipo de cuidado. Todo lo contrario. Aunque las reservas de energía de estudiante ya van mermando, siempre quedará un soplo para revisar un trabajo con mimo, máxime si se trata del final. ¡Para que luego digan que en las universidades privadas te regalan las cosas! Pues en las dos universidades públicas en que he estado me otorgaron matrícula de honor y aquí un triste seis. Algo huele a podrido en Logroño…

Como epílogo de esta desabrida historia, os diré que estuve hablando con mi tutora, la persona que me ha asesorado a lo largo del curso, y me pidió permiso para poner en común mi caso con Ordenación Académica, ya que no entendía qué había pasado. Según parece, los alumnos que son tutelados por la que fue mi directora suelen obtener siempre buenas calificaciones. Nunca recibí una respuesta al respecto, pero tampoco es que hubiera solicitado una revisión formal. Esto era simplemente para evitar que a otros les pasara lo que a mí.

Porque no se me va de la cabeza que estas tres personas que me juzgaron eran doctores muy duchos en el plano académico, sobre el papel y la forma de realizar tablas, y muy poco fogueados en el día a día que supone el marketing digital. Y es una pena, porque si hay algo de lo que adolece la universidad es precisamente de no estar en contacto con la realidad del mundo empresarial. Así te explicas cómo, por ejemplo, Steve Jobs, acabó siendo doctor “Honoris Causa” en Stanford sin haber ido nunca a ninguna universidad. ¡Más conocimiento práctico y menos hacer tablitas del “trabajo del cole”!

Me temo que no seré el primero ni el último en verse atropellado, digo más, vilipendiado —me vengo arriba— por la maquinaria académica. Por lo menos me reconocieron que sabía de lo que hablaba. Aunque no tuvieran los medios para juzgarlo, claro…

Supongo que lo prefiero así. Una nota mediocre y la conciencia tranquila de saber que se ha hecho un buen trabajo, en vez de una nota alta y la intranquilidad de saber que no lo vale y todo ha sido cuestión de feeling con los evaluadores. Pero es que comenzar con un buen feeling es tan importante…

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