Impacto (o cómo tu fragilidad se ve revelada en un instante precipitado)

Ya han pasado dos meses de esta historia, pero como suele ocurrir, para contarla tenía que esperar a que terminara primero…

Todo comenzó el pasado 19 de enero. Eran cerca de las tres de la tarde y yo me dirigía a comer a casa de mis suegros con mi pareja. Íbamos en mi coche, con lo cual, conducía yo. Ambos tenemos vehículo y nos alternamos para hacer con ellos los trayectos, aunque existe la regla no escrita de que, si se trata de un viaje largo, entonces llevamos el mío, un megane —o como lo llamo yo, el del culo feo— de cinco puertas, y si vamos al centro de Madrid, entonces usamos el de él, un clio, por aquello de que, al ser tan recogidito, el coche cabe en cualquier plaza. Porque otra cosa no, pero aparcar en Madrid, sobre todo en el fin de semana, es una hazaña que pone a prueba los límites del más paciente entre los pacientes.

Por lo mismo, también existe la regla no escrita de que cuando usamos mi coche lo llevo yo y cuando usamos el suyo lo conduce él. Tal vez tenga que ver con el hecho de que a mí no me guste conducir por el centro de la capital y puede que, también, porque tenga algo de posesivo con mis cosas, como buen leo. El caso es que de haber llevado Sergio el coche ese día quizás se podría haber evitado lo que vino a continuación.

Porque, quizás, a él le hubiera dado por coger otra ruta que hubiera impedido encontrarnos con el causante de nuestro primer accidente de coche.

He recorrido la misma distancia que separa la casa de mis suegros de la mía cada sábado durante ocho años. Prácticamente sin variar el trayecto. Sin embargo, cosas de la vida o del sentir de uno, esa mañana me dio por variar la ruta. Decidí bordear la zona nueva de Alcobendas por donde vivo y volver a entrar desde la carretera A1 —doy estas indicaciones de Google maps para los foráneos— a la zona antigua, que es a donde me dirigía. La idea era ahorrarme semáforos y de paso algunos minutos. Se nos había hecho un poco tarde y de esta manera pensaba que aligeraríamos algo. Luego quedaba aparcar. La zona de mis suegros no es Madrid centro, pero podría competir perfectamente con él en cuanto a dificultad de encontrar aparcamiento porque es muy peatonal y no hay parkings subterráneos.

Al llegar a la salida de la A-1 hay que circular por un nudo con dos rotondas unidas y alcanzar una tercera para hacer un cambio de sentido y volver a entrar en la ciudad. Salve decir que por ese excalectric la gente circula con prisas. Una vez internados en el primer tramo, sólo faltaba entrar en la tercera rotonda, hacer el giro de trescientos sesenta grados y volver por donde habíamos venido. Además, parecía que estaba vacía. Sin embargo, mi gozo en un pozo. De repente, como suele ocurrir siempre en carretera, apareció un Opel Astra circulando por el carril central que me obligó a frenar para cederle el paso como marca el código de circulación y las normas del buen conductor y el civismo. Ya me disponía a reanudar la marcha cuando, de golpe —nunca mejor dicho—, sentimos un impacto en el interior del habitáculo. Jamás se me olvidará ese momento: su violencia materializada en ese choque abrupto, inesperado, seguido de esos instantes de aturdimiento y de no entender qué cojones había pasado. Efectivamente, cojones. Porque tan rápido como comprobé que no nos había pasado nada, la rabia me invadió por dentro y lo primero que pensé fue “ya se me ha siniestrado el coche por culpa de un gilipollas”.

El gilipollas, por cierto, asomó la cabeza por la ventana del copiloto al momento. Medio excusándose y sin saber donde meterse, nos preguntó si estábamos bien. Sergio, mi pareja, le soltó un exabrupto haciéndole ver que nos había pegado una hostia considerable. De hecho, nos había metido en la rotonda. Menos mal que es de incorporación a la ciudad y la mayoría de los coches se salen antes de llegar a nuestro punto, si no, no me quiero imaginar las posibilidades. Hubiéramos sido como bolas de un billar que colisionan lateralmente en una carambola imposible.

Obviamente Sergio no estaba para parlamentar. Era comprensible. Cuando el otro conductor colisionó contra nosotros, él estaba con el cuello inclinado mirando hacia el móvil. Paradójicamente, él salió más ileso que yo porque al llegar a casa mas tarde comprobaría que me hice un chichón en la parte baja de la cabeza, hacia el lado izquierdo, como consecuencia de rebotar contra el respaldo del asiento. Con el escozor apremiante de la magulladura, rellené el parte amistoso en el interior del vehículo del contrario mientras Sergio esperaba en el nuestro. Habíamos ladeado los coches contra la new jersey y lo único que quería era acabar cuanto antes para despejar la zona y evitar otro posible accidente. Pero era sábado, no había atención al cliente a esa hora y a mí me había tocado un primerizo. Ojo, yo también lo era, pero tampoco necesité llamar a mi aseguradora para que me dijera cómo proceder. De hecho, fui proactivo y saqué rápido el impreso —que pensé, “¿por qué tengo que gastar yo mi formulario si la culpa es del otro?”— y lo cumplimentamos mientras asistíamos al infructuoso consejo de una teleoperadora para la que cualquier consulta que fuera más allá de enviar una grúa excedía su competencia. Por el “manos libres” del móvil se le oyó decir que diera el parte por la web y que lo acompañara de un par de fotos del siniestro.

A todo esto, todavía no os he presentado el parte de daños. Bueno, para lo que pudo haber sido, aparentemente, no fue tanto: el portón trasero estaba hundido, aunque la luna, la matrícula y casi todas las luces traseras parecían intactas. El coche podía circular, por lo que me despedí del contrario con un apretón de manos, su teléfono móvil en mi parte, y la promesa de que él haría todo lo posible para agilizar el proceso de reparación de mi vehículo.

Tras pasar por casa, sanearme la herida y dar de alta el parte vía online, acudimos con el coche de Sergio a comer a casa de sus padres. Rosi, mi suegra, si no nos dijo del orden de cuarenta veces en toda la tarde que debíamos ir a urgencias porque “las cosas no se saben hasta que pasan”, no nos lo dijo ninguna. Pero estábamos físicamente estables. Engullidos por el sofá después de comer —tarde—, lo último que nos apetecía era pasarnos una media de tres horas en los servicios de urgencias para que nos dijeran que estaba todo bien. Yo soy partidario de acudir a los hospitales cuando la dolencia se manifiesta, si no, pasa como con los talleres mecánicos, que te mandan a tu casa sin haber encontrado la avería. Por tanto, decidimos esperar al día siguiente y si daba la cara alguna molestia de vértebras o de lo que fuera, entonces, y solo entonces, tragaríamos con las urgencias.

Salvo por un leve entumecimiento, nunca se manifestó dolor alguno. Desafortunadamente con el coche no iba a ser tan fácil. “No creo que tarden mucho en reparártelo” me dijo mi suegro para animarme, sin saber que estaba a punto de comenzar mi particular viacrucis tres meses antes de semana santa.

Sólo puedo decir que no le deseo a nadie el que tenga que lidiar con aseguradoras porque se trata de una de las gestiones más agotadoras que existen. Más que aparcar en Madrid ciudad. Tres semanas con sus días y sus noches tardé en conseguir que mi coche cruzara el umbral del taller. Para internarlo, no para sacarlo. ¿El motivo? El contrario se equivocó en el parte y puso la aseguradora que no era. Y claro, eso es lo peor que te puede pasar porque lo que ponga en el parte va a misa y la más mínima incongruencia es motivo de escrutinio. No hubo mala fe. Simplemente puso la compañía genérica cuando en realidad tenía que haber puesto una subsidiaria. Según él, por culpa de la mala asesoría de la teleoperadora sobrepasada de antes. Aunque he de decir que tampoco es que viera mucho brío por parte de mi aseguradora. Y eso que llevo años con ellos sin dar ningún parte ni llamar para mercadear con el precio de mi póliza.

Por fin, mi “megancito” entró al taller. Pronóstico: reservado. La hostia era más grave de lo que aparentaba porque el piso del maletero estaba arrugado como un acordeón. Algo vi cuando el día anterior desalojé los bártulos del interior. Además, se preveía una dura batalla por los precios con la aseguradora del contrario, o eso vaticinó el mecánico. Pero la batalla se saldó conmigo claudicando y aceptando que me pusieran un portón de desguace en vez de uno nuevo. Con tal de acabar con esta pesadilla y teniendo en cuenta que el coche tiene 15 años, me valía. Pero se conoce que fueron a por el portón hasta los confines del mundo, traído por elefantes gigantes, porque el plazo inicial de tres semanas se me fue a cinco con la propina. Cuando ya parecía que iba a poder recogerlo, me avisan por teléfono de que el piloto del airbag estaba encendido y había que pedir un repuesto. Pues iba a ser verdad que la hostia había sido más grave de lo que había pensado al principio.

El día del padre, exactamente dos meses después, mi “hijito” volvió conmigo aparentemente en forma, pero al poco empecé a descubrir una serie de cosas: lo primero, las ruedas estaban bajas. ¿Está el coche en el taller casi mes y medio y nadie tiene el detalle de revisar estas cosas básicas y decir “vamos a hincharle las ruedas que están un poco flojas”? Por dios, que estamos hablando de un servicio oficial. Y además de imagen, se trata de una medida de seguridad. Lo segundo: con las prisas, me fui sin resguardo ni factura. No me la dieron. Le pregunté al buen hombre que me atendió y me dijo que con cualquier incidencia fuera de nuevo. Pero a mí eso me pareció de todo menos oficial. Y tercero: en el hueco debajo de la radio me encontré una chapa con el relieve de San Cristóbal. No sé si se encontraba en otro coche y como están picando de uno a otro los mecánicos lo pusieron por error en el mío, pero se conoce que pensaron que podría serme de utilidad. Sobre todo, porque me estaban entregando el coche con las ruedas bajas.

Yo estaba de un humor de perros pensando que de bueno soy tonto, “que ahí me las den todas” y cosas por el estilo. Pero entonces me llegó el momento de canalizar toda la mala leche generada por esta experiencia: me llamaron para hacerme una encuesta de satisfacción. Al oírlo, me relamí como si me hubieran dado un cheque en blanco y largué —¡oh sí, cómo gozo!— largo y tendido con todos estos “pormayores”. La chica al otro lado del auricular, muy educada ella, me prometió pasar nota a sus compañeros para ponerle remedio. Efectivamente, al día siguiente recibí una llamada de “Paco”, de carrocería, pidiéndome literalmente “perdón” —empleó esa palabra— y diciéndome que si llevaba el coche al taller me inflaban las ruedas. Al instante le repliqué que las ruedas estaban infladas desde hacía días —fue lo primero que hice nada mas verlas—, pero que sí me interesaba hacerme con una copia de la factura, claro. La verdad es que me pareció una actitud tan pueril, quiero decir, que parecía que me estaba pidiendo perdón un niño, que me ablandé y no me recreé en lo que podría haber sido un buen tirón de orejas. ¿Para qué?

De momento, vuelvo a transitar con mi coche sin contratiempos así que, afortunadamente, he vuelto a la circulación. No sin un poco de resquemor, las cosas como son, porque, aunque el accidente no haya sido de los más graves que pueden acontecer en el asfalto, sí me dejó un mal sabor de boca y una desazón que, supongo, tardarán un tiempo en deshacerse. Aunque para desazón, la provocada por todos los intermediarios que participaron de la poco eficiente gestión de reparación. Para que luego digan de los funcionarios…Bueno, mira, por lo menos me queda el relieve de San Cristóbal —que sigue en el coche escondido por si acaso— y esta anécdota. Y sobre todo, salir ileso para contarlo.

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