Los que me conocen bien saben que yo me salí de la zona de confort –esa en la que se está agustito y cómodo– hace mucho tiempo y en aras de seguir lo que mi corazón y conciencia me dictaban, hice una apuesta muy grande. Amparado por esa magnífica frase que dice “si quieres conseguir resultados distintos, prueba diferentes métodos”, busqué mi felicidad en el sector de la comunicación. Pero el inamovible y rígido sistema de acceso a empresas, a través de becas precarias, dio al traste con mis planes de ejercer como periodista ya que no rezaba como estudiante en ningún lado. Ya tenía el título. Además, a los gurús de recursos humanos les parecía un crimen que un ingeniero con nueve años de experiencia bajara al nivel de becario. O quizá dudaban de mi honestidad y pensaban que no estaba dispuesto a volver a empezar. Ilusos.
Fue entonces cuando decidí burlar al sistema enrolándome en un máster de marketing digital –que tenía que ver con la comunicación que tanto me gusta y seguro que había más trabajo que de periodista– con la idea de acceder a alguna empresa como becario en prácticas y en su interior hacerme fuerte. Una especie de caballo de Troya en versión networking. Pero la ilusión por mi empresa me duró un par de meses. Al ver que se acercaba el verano y nadie me llamaba, me entró el miedo y me sumí en una negatividad perenne. Me atormentaba la idea de que el mercado laboral me hubiera condenado a seguir el camino que había iniciado a mis veintidós años y no me estuviera permitido cambiar. ¡Si hasta me llegaban ofertas de ingeniero sin haberlas solicitado! Me volví taciturno y empecé a hacer las cosas por inercia.
Hasta que un día, recibí la llamada de una pyme invitándome a un proceso de selección. En ese instante mis sentidos se despertaron y abandoné el sopor que me envolvía desde hacía semanas. Sin embargo, fue una sensación pasajera, porque al día siguiente mientras acudía a la entrevista, me vi a mí mismo desde fuera como un ser desanimado y sin confianza. No sabía qué esperar de esa gente que me había contactado y mi autoestima andaba en niveles mínimos. No obstante, al subirme al coche decidí que esa no era la actitud. Al fin y al cabo, si las cosas se hacen, hay que hacerlas bien. Respiré hondo y el espejo retrovisor me devolvió una mirada que me transmitió seguridad.
El encuentro fue mejor de lo que me esperaba. De hecho, a medida que avanzaba la conversación me sentí más a gusto conmigo mismo, e incluso diría que se estableció una química con el que sería mi jefe que me agradó de una forma que no sentía en mucho tiempo. A la media hora me llamaron desde recursos humanos y el trato estaba hecho. En unos días le diría adiós a mi vida de ingeniero para empezar una nueva vida como “marketiniano” y comunicador. Mi situación financiera iba a peor –empezar de cero implica renunciar a un buen sueldo, estatus, beneficios–, pero estaba dispuesto a demostrarle al mundo que era sincero cuando afirmaba querer cambiar.
Lamentablemente mis ansias por ese cambio nublaron mi buen juicio y no me dejaron advertir que me estaba metiendo en las fauces de un monstruo. Al segundo día de estar en mi nuevo hábitat, mi intuición empezó a pitar como una alarma de unos grandes almacenes avisándome de que las condiciones no se estaban cumpliendo y aquello no era como lo que me habían vendido en ese número encanta-serpientes que resultó ser mi entrevista inicial. Me convertí en un cliché: el becario sobrecualificado que –en mi caso– cogía llamadas como un teleoperador raso pero que, para mayor inri, había dejado un trabajo estable y bien remunerado. Fui presa de mis ilusiones y esa gente, acostumbrada a mercadear con personas y no ver más allá de su interés propio, se aprovechó de mí.
Lloré. ¡Vaya si lloré!, pero por impotencia más que por otra cosa. Porque me callé mucho, y no entendía cómo alguien con más de diez años de experiencia no se había defendido mejor. Supongo que al mirar a los ojos al cínico de mi jefe y al desvergonzado del director de ese circo entendí que no merecía la pena malgastar ningún tipo de energía emocional. Desgasta demasiado. Así que fui constructivo y, educado hasta el final, aguanté lo justo para justificar mis prácticas con la universidad. Pero al anunciar que me iba, se podía palpar la tensión en el ambiente. Al principio parecía que no pasaba nada y que lo aceptaban con elegancia, pero conforme fue acercándose la fecha de mi marcha, empezaron a impacientarse. Incluso me llegaron a preguntar si podía quedarme un poco más, lo justo para la campaña de navidad. Mi gélido y cortante “no” fue suficiente para entender lo que opinaba de esa propuesta. Entonces fue cuando decidí adelantar mi marcha un día antes, y esto contribuyó para contrariarles más. Pero la gota que colmó el vaso fue cuando les dije que el último día tenía que ausentarme un par de horas porque… me había surgido una entrevista en otro lugar.
De nada sirvió que fuera un poco antes ese día y les garantizara que dejaría mi trabajo de la mañana bien encaminado y sin retrasos. Mi jefe me metió en el despacho como si fuera un delincuente a reprenderme por mi comportamiento y el muy crápula me dijo que le sentaba mal. “¿Qué más te da, si es mi último día?” pensé yo, “ya me habéis perdido”. Pero me limité a decirle que no podía faltar a esa cita. A lo que me respondió que, obviamente, no podía retenerme, pero que tendría que justificar esa ausencia a recursos humanos y que a lo mejor me lo descontaban de la “nómina”. ¿Cuánto suponía eso? ¿Cinco de los maravillosos 380 eurazos que percibía por mes? Cuando pienso en que en un mes de mi anterior empleo percibía casi lo que gané con esta gentuza en cinco meses en los que –por cierto– curré como el que más, me pongo enfermo; o dicho de otra manera, ¿cómo era posible que un ingeniero/periodista con dos masters que atendía el teléfono en inglés estuviera percibiendo esa mierda? ¿Y todavía pretendían que me quedara?
Así que el día de mi despedida, por la mañana, rompí el particular silencio que había en la oficina para comunicarle a mi jefe de forma vaga que me iba y luego volvía. Él me devolvió un “vale” sin mirarme. Salí al exterior y respiré el aire que, de alguna manera, me ayudó a destensionar los músculos de mi cuerpo con cada zancada que daba hacia el metro. Iba con el tiempo justo, la verdad. Pero no quería ausentarme más de lo estrictamente necesario. No después de cómo estaban los ánimos. Y con la cabeza todavía allí, me dirigí a la entrevista.
Me recibieron en un “wework”, estas instalaciones o viveros que están tan de moda para empresas pequeñas que no tienen oficinas propias. El puesto requería una experiencia de un año aproximado, y aunque no estaba muy seguro de mis posibilidades, ya que me habían invitado al proceso no iba a desaprovecharlo. La entrevista fue con el CEO –un señor que de aspecto me recordaba a Richard Vaughan– y se trataba de un examen de situación frente a un portátil con la herramienta de Google Adwords. Cogí mis gafas con resignación y pensé, “bueno, no puede ser tan difícil. Al fin y al cabo, algo has trasteado estos meses”. Pero los nervios, sumados a la situación de hostilidad que acababa de dejar en mi oficina, hicieron que fracasara estrepitosamente en casi todo lo que se me preguntó. Desde parecer un torpe de baba con la herramienta hasta elegir una estrategia de promoción incorrecta –que de algún modo lo sabía. Ni siquiera la baza personal, mi principal recurso, me valió. Al parecer no me expliqué bien cuando dije “que estaba acostumbrado a pasarlo mal”. Quería decir a trabajar bajo presión. Entonces mi interlocutor me dijo que todo su equipo “iba allí a ser feliz y pasarlo bien trabajando”. ¿Disculpa? Soy el primero en creer que se puede conseguir un ambiente positivo de trabajo, pero ese rollo teletubbie no me parece realista. Ahí se evidenció la falta de feeling por mi parte. El caso es que con aires paternalistas y una condescendencia que me escoció como si echaran sal en esta herida de meses y que se había abierto más con esta pésima entrevista, el homólogo de Vaughan me dijo “que estaba un poco verde” y se despidió de mí deseándome suerte. Le correspondí igual por haberme dedicado su tiempo y mientras cruzaba las puertas correderas de la salida sentí cómo me iba haciendo más pequeño a medida que me mezclaba entre los viandantes.
En ese momento quería meterme en la cama y no pensar. Que el sueño se me llevara muy lejos y que mi consciencia se apagara por unos instantes. Pero no era posible. Todavía tenía que terminar mi último día en el que había sido mi puesto de trabajo en los últimos meses. No me apetecía nada volver a esa oficina. La tarde pasó tranquila, pero se me hizo interminable. Dediqué tiempo a despedirme de los que me importaban y el resto fue una gestión rápida, como cuando te quitas una banda de cera: de un tirón. Mi jefe me dedicó un tibio “buena suerte” y volvió a sumergirse en la pantalla de su ordenador de la que no había despegado la nariz en toda la velada. En su fuero interno sabía que no podía ni mirarme a la cara. Por mi parte, sin temor alguno a decirlo en voz alta, esta experiencia me había dejado roto.
Por la tarde, decidí subir una imagen a Facebook: era un leopardo. Enseguida recibí likes de mis contactos y comentarios sobre cuán bonito era el animal o la foto en sí. Nadie se fijó en lo que estaba haciendo: se estaba lamiendo las heridas. Tal vez estas eran impercetibles –como las del alma– por la falta de sangre en la imagen, pero lo cierto es que llegué a esa foto buscando en Google literalmente “lamerse las heridas”. Aquella instantánea me inspiró y precisamente la subí porque era una forma de expresarme sin llamar la atención. Ahora lo cuento porque ese fue el punto de inflexión para una nueva etapa.
Tras unos días de descanso, empecé a moverme incansablemente aplicando a infinidad de procesos de selección. Me animó ver la cantidad de ofertas y oportunidades aun a pesar de estar cerrando el año. De prácticas, pero a fin de cuentas, oportunidades. También puse al día mi perfil de Linkedin que, por cierto, últimamente está inundado de comentarios de personas que, como yo, buscan una oportunidad. El problema es que muchos de ellos mendigan un puesto de trabajo –les llaman “plañideros”– y creo que, además de dar una mala imagen, no es la manera de atraer un trabajo de calidad. Ciertamente, este ambiente de angustia generalizada por la precariedad del mercado laboral en España no me era ajena, pero decidí no contagiarme y mirar al futuro con valentía, que no optimismo, porque no quería ilusionarme y volverme a desengañar.
Entonces ocurrió: mi suerte cambió y de repente empezaron a llamarme de varios sitios a la vez. Por lo menos conté diez procesos en apenas dos semanas, lo que significaba que la racha en dique seco se había roto y tal vez el estar 100% disponible –y no trabajando como ingeniero– había propiciado que las compañías por fin me llamaran. Esto me confirmaba que había hecho bien en atreverme a volar solo.
Y finalmente –porque todo ese esfuerzo no hubiera sido lo mismo sin un resultado– en unos días me incorporo a la que, espero, será mi nueva casa por muchos años. En el sector que he estudiado y con muchas señales positivas que están haciendo que me crea, por fin, que puede haber un final feliz. Trabajo es trabajo, vamos a ver. Y como en toda empresa, habrá sus flecos y sus cosillas. Pero conseguir la tan ansiada estabilidad y haber logrado salir de mi pesadilla anterior será una de las victorias personales que mejor atesoraré en mi proyecto vital. Ojalá sea así.