Hace ya unas cuantas semanas de esta historia, pero pensé que ésta era una digna anécdota para inaugurar el blog. Ocurrió en los días previos a la festividad de Reyes. En plena campaña de regalos, cuando la vorágine consumista alcanza sus cotas más altas y los centros comerciales se vuelven lugares impracticables, mi amigo Nacho y yo nos embarcamos –por tercer año consecutivo– en nuestra tradición anual de pasar el día juntos para resolver las últimas compras y, de paso, ponernos al día.
Se suponía que era algo que ya teníamos dominado. Así que nos confiamos y nos deleitamos con un desayuno tranquilo consumiendo los primeros momentos de la mañana que, ya de por sí, había empezado tarde. Al fin y al cabo, las tiendas abren a las diez.
Después de un par de cafés y un donut de azúcar para mí –¡hola, viejo amigo!–, Nacho se disponía a pagar cuando nos dimos cuenta de que la camarera nos había cobrado tres cafés. Es cierto que minutos antes un camarero un poco adormilado nos había intentado encalomar una tercera bebida pero, tras aclarar que no era nuestra, pensábamos que la confusión no se trasladaría al ticket –solo hay dos tazas vacías en la mesa, ¿sabes contar? Zanjamos la cuestión en la barra, pero mi pobre amigo, que había decidido pagar el pico con monedas y obtener las vueltas limpiamente en billetes, con el desbarajuste en la cuenta, se encontró con más chatarra que al principio. Mal presagio.
Empezamos, pues, con la ronda de compras. En mi caso particular, tenía una lista prácticamente cerrada que, rápidamente, empecé a completar: un perfume para papá, una camisola de esta marca que te dice que la vida es chula para mamá… Sin embargo, la lista de Nacho no menguaba. De hecho, él hacía más las veces de escudero durante esta primera ronda de compras que de comprador activo. Alarmado –incluso más que él– por su aparente falta de progresos, decidí chequear con él sus encargos. Pero mi gozo, o mejor dicho el suyo, en un pozo. Prácticamente ninguno de los artículos que quería estaban disponibles en ese centro comercial.
Esto requería un cambio de escenario, así que por primera vez en años nos movimos de nuestro “centro de confianza” para desplazarnos a otro situado al sur de Madrid. Nuestra primera parada, “el corte inglés”. Para los que sois de fuera de España, os explico: “el corte inglés” es la cadena de centros comerciales que decide cuándo entran las estaciones del año en este bendito país. Si ya es primavera en el corte, aunque estemos a mediados de febrero, ya es primavera y punto. Y si los adornos de navidad están puestos antes de Halloween, pues no hace falta esperar a diciembre.
¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Mi amigo Nacho quería hacer una devolución, así que nos dirigimos a atención al cliente, pero, aparentemente teníamos que acudir al edificio de al lado porque allí era donde se encontraba la marca del artículo a devolver. Tecnicismos del retail. Yo aproveché para agenciarme otro regalo para mi madre y mientras me lo envolvían con ese papel de regalo verde corporativo que ya es toda una institución en este país, Nacho intentó que la vendedora se apiadara de él jugando el rol de chico desvalido y preguntando si estaba muy lejos el otro edificio. Pero la vendedora, no sé si muy astuta o muy pasota, cambió de tema con la rapidez con la que un semáforo te saca el disco rojo y empezó a darme coba sobre la cantidad de personas que transitaban por esos pasillos durante esos días. Conversación de caja registradora.
Resignados, llegamos al otro edificio y, sin internarnos, preguntamos a una vendedora que estaba doblando enérgicamente pantalones a la entrada: “Lo siento, pero esa marca no la tenemos aquí”. ¿Perdona? ¿A qué juegan tus compañeras? ¡Nos acaban de decir que acudamos a este edificio! ¿Qué clase de atención es esta?
Por suerte, la sensación de enviarnos de una ventanilla a otra desapareció al instante cuando la vendedora pronuncio las palabras mágicas: “No pasa nada, podéis hacer la devolución y os damos el ticket regalo”. Nuestro semblante se relajó como si un jingle de coros celestiales hubiera brotado de la megafonía. Es más, de haber podido, ¡habría canonizado a esa bendita mujer que nos dio una salida después de tanto contratiempo!
Una cosa menos. Ahora sólo faltaba el regalo para la novia de mi amigo. O bueno, la segunda parte del regalo, porque al parecer ya había recibido algo por navidad. La cuestión era definir el qué, porque Nacho tenía claro el concepto –algo práctico, útil, que le guste– pero no la idea. Descartadas las opciones típicas de ropa, perfumes y demás imprescindibles, le propuse la idea de un pijama. Se le iluminó la cara, y más aún, cuando nos acercamos a una conocida tienda de cuyo nombre no quiero acordarme porque ya bastante publicidad he hecho y encima no me llevo un duro. (Vale ya de product placement).
Pero claro, suele ocurrir que a todo el mundo le gusta lo mismo. O, dicho de otra manera: lo que está expuesto y en maniquíes se acaba rápido y antes. Por no hablar de que este año habíamos acudido un poco más tarde de lo habitual a por nuestros regalos. Límite 48 horas.
Entonces lo vio: el mundo se volvió a cámara lenta y un halo de luz iluminó el pijama gris en el que Nacho posó la vista. Calificado por él mismo como una prenda con un toque sexy que aportaba valor añadido, el conjunto obtuvo su bendición con un par de botas aterciopeladas para andar por casa. Pero ahora que Harry había encontrado a Sally, la cosa no iba a ser tan sencilla.
Para empezar, en el burro donde colgaban las tallas que aún quedaban del pijama sexy no se encontraba la de la novia de Nacho. Esperando recibir la típica respuesta “sólo queda lo que hay” –que me sienta como una bofetada en la cara–, me sorprendí al ver que la dependienta acudía al almacén a comprobarlo. ¡Aleluya, todavía hay tiempo para el milagro! Al rato, aparece de nuevo cruzando la sala por nuestro lado, nos saluda con un “hola”, y se pone a doblar pantalones. Se conoce que es la tarea más prioritaria entre los vendedores de ropa porque es lo único que los veo constantemente hacer. “Hola a ti también, ¿y el pijama?” Parece que la chica nos leyó el pensamiento, salió de su estado de obnubilación y volvió en sí: “¡Ay, el pijama, es verdad! No lo he mirado, ahora vuelvo” y desaparece de escena al tiempo que su compañera, testigo de todo el proceso, salta: “¡qué rica, me la voy a llevar a mi casa!” ¡Pues sí, es lo mejor que puedes hacer, llevártela de aquí, porque para lo que hace mejor me apaño yo solo!
Y lo de las botas, otro primor: siete pares desperdigados en una triste estantería, a cada cual un número más raro, y cuando por fin damos con el que queremos, adivina, ¡la bota derecha está casada con otra que es dos números más grande! En ese momento vuelve la chica de su expedición al almacén con las malas noticias: no queda la talla que buscamos. Y nos quedamos como los de la canción: sin pijama.
Consultarle por el desaguisado de las botas rozaba la temeridad, pero somos muy osados, y, al fin y al cabo, se trataba de no volver con las manos vacías. No obstante, obtuvimos la misma respuesta. Era más que obvio.
El proyecto de Nacho de ofrecer a su chica un kit confortable para las estancias en su piso estaba empezando a desmoronarse como cuando a Fantasía se la traga la Nada en “La historia Interminable”. Pero no íbamos a darnos por vencidos. Sólo se trataba de volver a improvisar y cambiar el concepto. Medio en broma, le señalé un pijama con un unicornio hiperestimulado por arco iris y corazones que Nacho definió como la antítesis de la lívido, pero el concepto cuqui empezaba a encajarle. Además, su intención en todo momento había sido buscar el confort para su costillita, incluso con la opción sexy.
Algo que, en mi opinión, era difícil a priori por tratarse de conceptos enfrentados: los pijamas esponjosos y blanditos no estilizan las piernas ni realzan las formas femeninas. Su objetivo es la comodidad, no la funcionalidad para otros menesteres.
El caso es que en nuestro panorama visual apareció el pijama de un husky adorable al que, como no podía ser de otra manera, le faltaba los pantalones. Sólo quedaba la parte de arriba. Así que en una última vuelta de tuerca conceptual y tirando de nuestras últimas reservas de ingenio e improvisación, configuramos la mezcla perfecta: el pijama sexy cute, compuesto de la camiseta del husky adorable –aunque con una falta de ortografía– y un pantalón irresistible –el del pijama sexy, que del pantalón sí había talla.
Y cuando pensaba que habíamos acuñado un nuevo concepto, sexycuteness, resulta que aparece en el diccionario de inglés urbano y viene a significar algo así como “tan mono que resulta sexy”. Si no me creéis, buscadlo.
A pesar del derroche de genialidad con nuestra composición, en el lapso de esas horas que restaban para Reyes, mi amigo Nacho pudo encontrar las botas y los pantalones con el estampado de huskies que completaban la composición. Y, en agradecimiento por haber formado parte del comité seleccionador, recibí una foto de la interesada luciendo con orgullo su nuevo kit de invierno.
Con lo cual, aunque en la práctica el concepto no cuajó, en el campo teórico aprendimos esta nueva palabra que llevará asociada por siempre las desventuras de ese frenético día. Ya nos lo dijo la de la tienda: “si es que no se puede venir a estas alturas porque ya no queda nada…” ¡Gracias por el tópico, reina! El año que viene nos plantamos a mediados de diciembre. ¡Bah, sabemos que nos volverá a pasar igual…!
Excelente crónica de los hechos, épica y digna de titularse la Odisea de “Henero” 😛 Muy divertida y amena, Admiro la memoria del Tito, capaz de reproducir hasta el más ínfimo fotograma de lo ocurrido… ¡¡¡Un honor formar parte del relato fundacional del Tito Correrías!!! A la espera de la siguiente correría… ?